EL CAPITALINO GUATEMALTECO VISTO POR SALVADOR MENDIETA

Gabriel Orellana

Gonzalo Asturias Montenegro, Chalo, para quien bien le queremos, escribió un libro que me parece fascinante: Los hijos de la chingada ¡Por qué los guatemaltecos somos así! [Piedrasanta, 2022], obra «de larga duración» que –dicho sea con sus propias palabras— es todo «un himno al mestizaje, escrito por un mestizo biológico y cultura que está orgulloso de serlo.».  Y tal como afirma su autor, se trata de obras que no se agotan en una sola lectura (me consta por experiencia propia) porque cada una de sus relecturas me ha servido de estímulo para ahondar cada vez más en el estudio de nuestra particular idiosincrasia.

Hoy, motivado por el fragor de la campaña electoral, las páginas escritas por Chalo nuevamente me estimularon –una vez más—a profundizar sobre la personalidad del guatemalteco, esta vez  en su faceta política; y en esta nueva aventura intelectual la suerte me favoreció al encontrarme con el Estudio Preliminar que escribió el prócer  centroamericanista, don Salvador Mendieta, nicaragüense de nacimiento, para la obra titulada «Escritos del Doctor Pedro Molina» (Tomo Primero, El Editor Constitucional, Editorial del Ministerio de Educación Pública, Guatemala, 1954, páginas  XI-XIX); de la cual hoy les comparto a mis lectores algunos pasajes.

«He aquí –dice don Salvador Mendieta— como trazo los rasgos característicos del chapín de la capital: La capital histórica y lógica de la República de Centroamérica es la Ciudad de Guatemala, señala por la naturaleza para esa misión llena de responsabilidades. […]

Su investidura de capital de nuestra patria durante más de trescientos años le da un señorío natural sobre las antiguas Provincias Unidas de Centro América y sobre el antiguo Reino de Guatemala; y aunque los políticos de milpa de que ha sido víctima traten de negarlo, o de ocultarlo, nada le produce más melancolía que haber dejado de ser la sede del Gobierno Centroamericano.

Sujeto el nativo de esta capital a las autoridades de la Colonia que disponían de las armas, el clero, y las rentas para imponer su voluntad casi siempre irrestricta, se acostumbró a obedecer sin réplica, y de ahí que el principio de autoridad haya tenido aquí más fuerza que en cualquier otro lugar de Centroamérica.

Como he dicho, uno de los últimos capitanes generales, Bustamante y Guerra, vino cuando en América del Sur y en México estaba entablada la lucha por la Independencia; siendo de carácter duro, suspicaz y sanguinario estableció una dictadura pesadísima, servida por un espionaje eficacísimo. A Bustamante sucedieron como postreros capitanes generales, Urrutia y Gaínza, más tolerantes. A ellos sucedieron los militares mexicanos Filísola y Codallos.

Llegó la Constituyente de 1823, y con ella una libertad que jamás había tenido el nativo de esta capital.

En el primer año de régimen federativo, todo anduvo bien; pero cuando en 1826 estalló la guerra civil de tres años, volvieron las restricciones de la libertad y las durezas de los gobiernos para entrar a un período anárquico que no concluyó hasta que Carrera impuso su dictadura de treinta años, pues Cerna fue un simple continuador de aquella dictadura.    

Triunfante la revolución de 1871, el corto período de García Granados fue de relativa libertad, que no la tuvo el Régimen de Barrios, ni el de Barillas, ni el de Reina Barrios sino por temporadas bien escasas y en condiciones muy relativas.

Llegó luego la dictatura implacable, celosa, suspicaz, sanguinaria, sombría de nuestro Tiberio, Estrada Cabrera, que se prolongó por casi un cuarto de siglo.

Vino el fugaz paréntesis de los unionistas con don Carlos Herrera; y luego la dictadura de Orellana y de Ubico, separadas por el período presidencial inconcluso y desteñido de Chacón.

Y llegamos así hasta 1944.

¿Cuándo, pues, pudo aprender civismo y cultivar el valor cívico el nativo de esta ciudad?

Nunca, antes del triunfo de la Revolución del 20 de octubre de 1944.

Es natural, pues, que la sumisión impuesta por regímenes dictatoriales permanentes al nativo de esta ciudad, le hiciera tímido ante el poder público, reservado, astuto y retraído.

En el fondo de su corazón guardó su rebeldía, la generosidad y un espíritu de sacrificio que impone el más profundo respeto a quien llega a conocerle en la intimidad de su complejo modo ser. » (Obra citada, páginas XX-XXI).