UN JUEZ DE AVANZADA

Gabriel Orellana

Hace más de un siglo, un juez peruano, Enrique López Albújar, dictó un fallo audaz para su época.  Corrían los tiempos en que la labor de los jueces se limitaba a «ser la boca de la ley»; y con tal motivo en su tarea la aplicaban conforme al método exegético: es decir, acorde con el texto, al sentido propio de sus palabras y sin desatender su tenor literal so pretexto de consultar su espíritu.  Tan interesante fallo, descubierto recientemente, hoy es objeto de estudio por su apego a lo que ahora se estudia como el control constitucional difuso.

Dice el jurista peruano Gabriel Pacheco Ttito, autor del artículo que me sirve de fuente para escribir estas notas, que el juez López Albújar (1872-1966) es uno de los más grandes exponentes de la corriente literaria indigenista.  Escritor, poeta y juez, estudió derecho en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. De su experiencia en la judicatura de Huánuco (1917-1923), nacieron sus Cuentos andinos (1920), obra cumbre de la narrativa latinoamericana. (El día que suspendieron al juez López Albújar por absolver a un acusado de adulterio, Enrique López Albújar. Pasión por el Derecho, 17.07.2019).

A causa de la sentencia cuyos pasajes conducentes transcribiré más adelante, el juez López Albújar fue suspendido de la función judicial por tres meses, por el presunto delito de prevaricato al haber absuelto a un imputado por el delito de adulterio, tras considerar que por más inmoral que resulte este hecho, la regulación del adulterio en el Código Penal es «anacrónica y fruto de los prejuicios de las sociedades educadas en el concepto erróneo de la expiación del delincuente y en el sacramental del matrimonio». Afirmó también el juez López Albújar que es «deber del juez no aplicar [el delito de adulterio] para que así se derogue y se imponga la necesidad de su reforma». Este es el fallo, descubierto por Jorge Lira Pinto, académico experto en derecho constitucional comparado:

«En el juicio seguido por doña Sara Hidalgo de Peña contra don Sebastián Peña y doña María Astete de Castillo por el delito de doble adulterio, se ha expedido la siguiente sentencia: Vistos y apreciando:  […]  Considerando: Que desde el punto de vista legal el adulterio está simplemente acreditado con las declaraciones […] de la testigo Filomena Celis, quien por la circunstancia de haber sido empleada de Peña durante mucho tiempo, ha estado mejor que nadie en condición de conocer las intimidades del hogar en que servía, dándole, por consiguiente, fuerza de veracidad a su dicho; que aun cuando de las demás declaraciones no se desprende cargo alguno contra los acusados, pues todas se basan en simples referencias y conjeturas, éstas unidas a la de la testigo Celis, que ha dicho «que los ha visto (a los acusados) durmiendo en una misma habitación en donde no había sino una sola cama». Esto constituye según las reglas de la lógica prueba suficiente para deducir de ella el concubinato ilícito de los acusados; que si bien es cierto que la prueba conjetural sólo tiene como valor en el sumario, esto no puede referirse a juicios como el presente en el que no lo hay y el que por su tramitación especial se asemeja al juicio civil ordinario, en los que dicha clase de prueba debe ser apreciada con sujeción a las reglas de la crítica. En cuanto a la prueba instrumental […] consistente en las diecisiete cartas presentadas […], no existiendo en ellas ningún término o expresión que demuestre claramente las relaciones ilícitas de los acusados, su mérito probatorio es impertinente […], ni menos puede ser causa de apreciación desfavorable para los acusados […]. Pero considerando: Que si el fin de la penalidad es el restablecimiento del orden social perturbado, cuando el hecho que se juzga no lo perturba en realidad, la aplicación de la pena carece de objeto y se toma injusta; que como en el presente caso el hecho de que se trata es un adulterio -hecho que por su naturaleza a un orden privado e íntimo- invocar esa perturbación como fundamento de castigo sería incurrir en una inconsecuencia y en una ironía.

Debido a que no puede haber alteración de orden social ahí donde el hecho que se juzga es tan común que a nadie escandaliza y de cuya complicidad o tolerancia todos son responsables; que si el fin del matrimonio es hacer vida común y reproducir la especie mediante un compromiso legal basado en la felicidad, el mejor medio de solución no es la pena sino el rompimiento del pacto o el perdón del ofendido, pues con aquella se mata toda esperanza de reconciliación -prevista por la ley- se destruye de hecho un hogar y se infama no solamente al culpable sino también a los hijos, que han de ver en todo momento en uno de sus padres la causa de su infamación, lo que es profundamente inmoral y disociador; que si el único perjudicado y directamente ofendido por el adulterio es el cónyuge del adúltero, razón por la que el ministerio público, personero de la sociedad, no interviene en esta clase de hechos, su comprobación no debería tener más fin que la indemnización de una obligación de hacer, contraída en virtud del contrato civil, tácitamente celebrado, ella no puede ser materia de una sanción penal sino de la responsabilidad prevista en el artículo 213 del Código Civil; que desde que las prescripciones de nuestro Código Penal sobre el adulterio son anacrónicas, parciales y fruto de los prejuicios de las sociedades educadas en el concepto erróneo de la expiación del delincuente y en el sacramental del matrimonio, es deber del juez no aplicarlas para que así se deroguen y se imponga la necesidad de su reforma; que si tratándose de la pena de muerte, la práctica de nuestro tribunales de justicia, inspirados indudablemente en el sentimiento público, ha concluido por abrogarla, tratándose de la que le corresponde al adulterio no hay razón para no hacer con ella lo mismo; que la circunstancia de ser este delito redimible por el agraviado demuestra claramente que la sociedad no tiene mayor interés en castigar a los culpables, el juez, en todo caso no debe mostrarse más interesado que la sociedad misma, ni debe olvidar que el espíritu humano es un compuesto de flaquezas; que, por último, si en los retrasados e intolerables tiempos de la predicción evangélica el hombre más grande y más justo de la humanidad acogió y perdonó públicamente a las pecadoras a las adúlteras, condenarlas en estos tiempos de radiante civilización, en que todo se discute y se impugna, sería pretender enmendar la obra de Jesús y ofender el espíritu de justicia y de tolerancia del siglo; Por estos fundamentos, administrando justicia a nombre de la Nación, Fallo: absolviendo a los acusados Sebastián Peña y María Astete de Castillo del delito de doble adulterio.  Y por esta mi sentencia, definitivamente juzgado en primera instancia, así lo pronuncio, y firmo en Huánuco a los 29 días del mes de diciembre de 1917.-(fdo) Enrique López Albújar.»

De los comentarios formulados a la sentencia me llamó especialmente la atención este que transcribo:  «Los constitucionalistas no han reparado hasta ahora, que el verdadero control difuso de la ley, se dio en la sentencia de López Albujar, porque inaplicó la figura delictiva del adulterio, con una fundamentación razonada y proporcionada, consideró, entre otros, que castigar el adulterio era un acto inmoral, obsoleto, en una época de radiante civilización. No invocó la inconstitucionalidad del delito de adulterio, pero el núcleo duro de la sentencia, contenía valores y principios nobles y superiores constitucionales. Lo que en su época era un prevaricado, en la actualidad es un verdadero control difuso. No es que primero, en el Código Civil de 1936, se haya intentado el control constitucional de las leyes, sino en el derecho vivo, en la sentencia de López Albújar».