SOBRE LA PENA DE MUERTE

Gabriel Orellana

Afirmar que el Congreso de la República no ha abolido la pena de muerte hasta el día de hoy es una verdad incontestable pues, efectivamente, no lo ha decidido. También es verdad que esta pena se encuentra reconocida en el texto constitucional. Distinto es afirmar que esta pena se halla vigente y también lo es afirmar que podrá ser reestablecida mediante una decisión adoptada por el Organismo Legislativo. Como bien puede apreciarse, todos estos temas ameritan un estudio por separado.

A la pena de muerte se refiere el artículo 18 constitucional. Para entenderlo con claridad conviene examinar por separado su contenido: (i) «La pena de muerte no podrá imponerse en los siguientes casos: a. Con fundamente en presunciones; b. A las mujeres; c. A los mayores de sesenta años; d. A los reos de delitos políticos y comunes conexos con los políticos; y e. A reos cuya extradición haya sido concedida bajo esa condición.» (ii) «Contra la sentencia que imponga la pena de muerte, serán admisibles todos los recursos legales pertinentes, inclusive el de casación; éste siempre será admitido para su trámite.» (iii) «La pena se ejecutará después de agotarse todos los recursos.» y (iv) «El Congreso de la República podrá abolir la pena de muerte.»

Las exclusiones enunciadas en el párrafo primero serán operativas y funcionales siempre que se los delitos sancionados con la pena de muerte se encuentren vigentes. Inútiles resultarán si los delitos que imponen la pena de muerte ya han sido expulsados del ordenamiento jurídico guatemalteco. El mismo razonamiento se aplica también para la segunda y para la tercera norma. En síntesis: la aplicación de las tres normas del artículo 18 constitucional está subordinada –depende— de la vigencia de los delitos sancionados con la pena capital. Si estos delitos hubieren perdido vigencia todas estas disposiciones serán de imposible cumplimiento, aun cuando se encuentren contenidas en texto constitucional.

Abolir la pena de muerte exige del Congreso de la República ejercitar su facultad constitucional de «Decretar, reformar y derogar las leyes» (Artículo 171, inciso a). Esto significa que, aun cuando proclamare su abolición de manera general, el efecto jurídico será que la norma que imponga la pena de muerte quede derogada y, por lo mismo, sea expulsada del ordenamiento jurídico para nunca más producir sus efectos.

Otro aspecto de suyo importante a considerar es que todas las leyes ordinarias (incluidas las que imponen la pena de muerte) pueden ser expulsadas del ordenamiento jurídico por la Corte de Constitucionalidad (se dice que una función de este tribunal es actuar como «legislador negativo»). Tal es lo que permiten concluir los artículos constitucionales 44, 175, 204 y 268; 140 de la Ley de Amparo, Exhibición Personal y de Constitucionalidad y 8 de la Ley del Organismo Judicial. Este último ilustra mi punto a cabalidad diciendo que: «Las leyes se derogan […] d) Total o parcialmente, por declaración de inconstitucionalidad, dictada en sentencia firme por la Corte de Constitucionalidad. […].» Dicho con otras palabras: la abolición de la pena de muerte no es patrimonio exclusivo del Congreso de la República.

En nuestro ordenamiento jurídico ningún delito sancionado con la pena de muerte se encuentra vigente merced a lo dispuesto en la sentencia dictada por la Corte de Constitucionalidad el 24 de octubre de 2017 (Expediente 5986-2016).

En nada cambia la situación el hecho de que la pena de muerte fue legislada en nuestro país con anterioridad a la vigencia de la actual Constitución ni por el hecho de que ésta le haya conferido al Congreso de la República la facultad de «abolirla». Esto se debe a que lo anterior en nada afecta la competencia de la Corte de Constitucionalidad para expulsar de nuestro ordenamiento jurídico las normas que declare viciadas de inconstitucionalidad. Nuestra Carta Fundamental no le confirió esta función «abolitoria» al Congreso de la República con carácter de exclusividad. Afirmar lo contrario sería negar la interpretación orgánica de la Constitución.

¿Se puede re-establecer la pena de muerte en el actual estado de cosas dentro del sistema jurídico de nuestro país? La respuesta es un rotundo: No. La República de Guatemala como parte de la Convención Americana de Derechos Humanos tiene la obligación de respetarla y de acatarla sin ninguna reserva (lo dicen los artículos 46 y 149 de la Constitución Política de Guatemala) y, por lo tanto también debe cumplir la obligación que le impone el artículo 4.3 del Pacto de San José de Costa Rica, que literalmente dice: «No se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido.»

En el párrafo 45 de la sentencia de 21 de noviembre de 2022, dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el Caso Dial y Otro vs. Trinidad y Tobago (Fondo y Reparaciones), expuso este tribunal que: «Aun cuando la Convención no prohíbe expresamente la aplicación de la pena de muerte, la Corte ha afirmado que las normas convencionales sobre ésta deben interpretarse en el sentido de “limitar definitivamente su aplicación y su ámbito, de modo que éste se vaya reduciendo hasta su supresión final”.» En aplicación de este criterio resulta, entonces, que Guatemala ya llegó a la supresión final de la pena de muerte utilizando un medio distinto al contemplado por el artículo 18 constitucional –pero igualmente válido— como es la declaratoria de inconstitucionalidad.

Afirmar que «abolir» es un concepto distinto y prevalente sobre los efectos de la declaratoria de inconstitucionalidad de la normativa que impone la pena de muerte resulta ser constitucionalmente injustificado. Hacerlo significaría valerse de un amañado juego de palabras para inaplicar el artículo 4.3 del Pacto de San José de Costa Rica, contraviniendo así –desde la perspectiva del Derecho Internacional— los principios de control de convencionalidad y de la buena fe que rige el cumplimiento de los tratados internacionales (artículo 26 de la Convención de Viena sobre el Derechos de los Tratados) y, desde la perspectiva del derecho guatemalteco interno, la negación del principio de progresividad en el desarrollo de los Derechos Humanos plasmado en el artículo 44 de nuestra Ley Fundamental.