LA SUMA DE TODOS LOS MALES: EL PROCESO ELECTORAL 2023

Luis Fernando Mack

“Los políticos vinculados al narcotráfico y un posible fraude han marcado el inicio del proceso electoral en Guatemala, en medio de la apatía de la población por los comicios programados para junio próximo”. (José Carlos Móvil y David Toro)

Este artículo fue originalmente publicado en abril del 2019, pese a lo cual, sigue teniendo vigencia, especialmente en el contexto de unas elecciones que parecen carecer de toda legitimidad, dadas las voces inconformes que se alzan de forma periódica. La democracia guatemalteca sigue arrastrando sus desafíos desde hace varios años: el proceso electoral actual no escapa de esta lógica autodestructiva que parece que hemos elegido como sociedad y como Estado.

Desde que Guatemala emergió a la vida democrática, el 14 de enero de 1986, el sistema político guatemalteco ha arrastrado cíclicamente una deficiencia muy marcada, y es el hecho de que el proceso de transición a la democracia se produjo con un sistema de partidos prácticamente inexistente, con una ley electoral que combinó la regulación del proceso electoral con la normativa que caracteriza a los partidos políticos (Decreto 1-85), la cual adolecía de numerosos problemas: una normativa demasiado rígida -rango constitucional-, con débiles controles al financiamiento electoral y los topes de campaña, altos requisitos de entrada a nuevos partidos políticos, pero una estructura minimalista para el funcionamiento partidario, así como una ausencia de regulación de la vida partidaria, lo cual produjo las principales deficiencias institucionales de nuestro sistema democrático:

  • Democracia, sin partidos políticos reales: los partidos, más que estructuras de representación, se conformaron como redes territoriales de inclusión por la vía del compadrazgo, el familismo amoral y el clientelismo, lo cual ha producido un sistema político sordo y ciego a las necesidades de la mayoría de la población.
  • Partidos franquicia, ya que la fortaleza partidaria dependía de la capacidad de captar financistas anónimos que respaldaran la expansión de las redes territoriales de inclusión, por lo que la fortaleza partidaria y la posibilidad del triunfo dependía de la calidad de bienes y servicios que ofrecían a la ciudadanía para asegurar el voto.
  • Competencia electoral inequitativa, ya que los partidos ganadores usaban los recursos institucionales para promover una prolongada campaña anticipada que se financiaba con los recursos institucionales que el candidato ganador controlaba, lo cual aseguraba una mayor capacidad de atraer nuevos financistas anónimos.

La reforma del 2016 intentó minimizar la competencia electoral inequitativa y reducir la naturaleza franquiciaría de los partidos políticos, pero dejó intacto el problema de la ausencia de partidos políticos reales, por lo que la sensación de falta de representatividad de las opciones electorales sigue vigente. Además, las restricciones al proceso electoral actualmente vigentes fueron muy efectivas en controlar la competencia electoral inequitativa. El problema es que reprodujeron sin querer la inequidad: no evitaron la ventaja que llevan los candidatos que ya habían acumulado un capital electoral por haber participado en procesos electorales previos, por lo que las opciones surgidas con posterioridad al proceso electoral del 2015 llevan las de perder, debido a las restricciones vigentes al financiamiento y la campaña electoral. De la misma forma, las reformas 2016 también adolecen de errores técnicos que están provocando muchos problemas en la aplicación de la nueva regulación, lo cual indudablemente ha impactado en la alta incertidumbre que prevalece en el actual proceso electoral.

Encontrar una vía para evitar los problemas y las trampas que el sistema electoral reproduce desde 1985 a la fecha, por lo tanto, sigue siendo una tarea prioritaria que hay que enfrentar sin demora con posterioridad al proceso electoral 2023.