LA NUEVA CONSTITUCIÓN CHILENA: ¿UN SALTO AL VACÍO? II

Gabriel Orellana

Transcribí en mi anterior columna, por razones de espacio, una parte del  artículo del constitucionalista argentino Roberto Gargarella titulado «El proyecto de dejar atrás la “Constitución de Pinochet”» (La Nación. 16.07.2022), en el que analiza el proceso que condujo a los chilenos a la elaboración de una nueva constitución (por ahora pendiente de aprobación mediante una consulta popular a celebrarse el cuatro de septiembre).

Hoy reproduciré la segunda y última parte del mencionado trabajo, en la que se estudia la parte medular, el fondo, de la temática que consigo trae el, por ahora, Proyecto pendiente de aprobación.  Reitero, una vez más, mi convicción de que este aporte del  Profesor Gargarella contiene para nosotros, los guatemaltecos, una veta de valiosas e importantes enseñanzas.

«Sobre sus problemas, diría que son los mismos que, hace décadas, identifico con el constitucionalismo regional: una obsesión por la incorporación de “nuevos derechos”, que termina expresada en una lista de derechos (el Bill of Rights) que se expande y renueva en desmedro de –y de espaldas a– una organización del poder (la “sala de máquinas”) que permanece demasiado parecida a sí misma.

La estructura institucional sigue estando demasiado en línea con el modelo “tradicional” (poderes concentrados en el presidente, un Senado –ahora, Cámara de Regiones– todavía fuerte, un Poder Judicial algo vetusto que se “renueva” con un Consejo de la Magistratura, por ejemplo). Se trata de dificultades en absoluto ajenas a la Constitución de 1980. Por tanto, y contra lo que dicen sus críticos, el riesgo no es el de una “revolución de los derechos”, sino el de que esos derechos no lleguen a ganar vida en la práctica, al quedar dependientes de la discrecionalidad del presidente y de los viejos poderes. El problema constitucional en cuestión, por lo tanto, se debería a “lo poco”, y no a “lo mucho”: no a que se fue “demasiado lejos”, sino a que permaneció “demasiado cerca.”

¿Por qué, a pesar de estos reparos, convendría votar por el “sí”? Por multitud de razones. Primero, por razones de legitimidad democrática: cuesta entender que alguien prefiera mantener el legado jurídico de Pinochet, pudiendo optar por un texto de origen impecablemente democrático. Segundo, porque la propuesta elimina “trabas” o “trampas” remanentes del pinochetismo (i.e., el control judicial preventivo). Tercero, porque la nueva Constitución pone a Chile en línea con el constitucionalismo moderno: la de Chile era una Constitución “anómala”, que no incluía los derechos sociales, económicos y ambientales que casi todos los países de Occidente –de México a Alemania– incorporaron desde hace décadas (países que no sufrieron ningún estallido por constitucionalizar derechos; más bien lo contrario, Chile los sufrió en reclamo de ellos). Cuarto, porque el texto reconoce a los pueblos indígenas, que el viejo constitucionalismo no quería ni mirar: dicha ofensiva omisión se remedia ahora a través de instituciones (i.e., la consulta previa) consistentes con acuerdos internacionales (i.e., el Convenio 169 de la OIT), que rigen cómodamente en la región desde hace 30 años. Quinto, porque busca dejar atrás una (tan innegable como objetable) organización territorial centralista y autoritaria, en favor de un esquema más descentralizado (regionalista). Sexto, por su origen y vocación paritaria y ambientalista.

Contra lo que soñaba Alberdi, las constituciones carecen de “el poder de las hadas, que construían palacios en una noche.” En tal sentido, lo que –esperamos– se apruebe en septiembre no será un “punto de llegada”, sino, más bien, un promisorio punto de partida, a partir del cual Chile podrá comenzar a construir, no una “casa” ni “palacios”, sino una comunidad digna, en la que todos puedan cohabitar, con genuino orgullo.»