La Guatemala del terremoto de 1976

Luis Fernando Mack

¡Estamos heridos, pero no de muerte!

(Kjell Eugenio Laugerud, citando a Mario Solórzano Foppa)

Hoy, hace 46 años, en horas de la madrugada, se suscitó un acontecimiento que cambió la vida de muchas personas en Guatemala: un movimiento telúrico de magnitud 7.5 grados, sacudió el país, afectando gran parte del territorio nacional, con consecuencias económicas y humanas devastadoras: según cálculos oficiales, aproximadamente veintitrés mil personas fallecieron, setenta y seis mil resultaron heridos y hubo más de un millón de damnificados; en cuanto a daños estructurales, aproximadamente doscientos cincuenta y ocho mil casas fueron destruidas, y el 40% de la infraestructura hospitalaria nacional fue destruida.

En ese entonces, yo apenas era un niño: recuerdo vívidamente el impacto de levantarse de madrugada, aturdido y sin saber que hacer, debido a que era la primera vez que vivía algo similar. En la algarabía de mis papás al hacer el recuento de los posibles daños, iniciamos la evacuación de nuestro hogar, debido a que entonces, era una sencilla construcción de adobe de un piso, y el temor a que hubiera réplicas del sismo, aconsejaba que inmediatamente partiéramos a casa de un familiar cercano, que tenía una construcción más sólida.

En el traslado, recuerdo vívidamente que el temor y el desasosiego reinaba en el vehículo que nos transportaba: se veía a lo largo del recorrido, una serie de escenas de edificios dañados y colapsados, así como de muchas personas pidiendo ayuda, o enfrascadas en la tarea de poner a salvo las pertenencias que aún pudieran ser rescatadas. El plan era permanecer en casa de la abuela paterna durante unos días, mientras se evaluaba la condición de nuestro hogar, y se hacían las reparaciones necesarias para asegurar que el sitio era seguro para retornar.

En nuestro improvisado refugio, cada día era similar: estar atento al televisor o al radio receptor, para enterarse de primera mano de cómo estaba la situación a nivel nacional. El ambiente reinante era de pesadumbre por las pérdidas de vidas humanas y de recursos materiales, pero pese a ello, se respiraba un aire de solidaridad: los familiares nos visitaban constantemente, y los ofrecimientos de apoyo y recursos se multiplicaban entre los amigos y conocidos. Muchos años después, tuve la oportunidad de colaborar con un grupo de personas adultas mayores en un asentamiento de la ciudad capital que acogió a muchos damnificados del terremoto, y los recuerdos de esa época eran muy gratos: el espíritu de colaboración hizo que comunidades enteras se unieran para enfrentar el infortunio, con lo cual la ciudad de Guatemala lentamente fue retornando a la normalidad.

Lamentablemente, ese espíritu de colaboración y solidaridad duró muy poco tiempo, consolidándose posteriormente la inercia normal de una sociedad como la guatemalteca, dividida y enfrentada de tantas maneras, haciendo impensable volver a enfrentar el futuro con la determinación y la capacidad de organización que demostramos en esas horas aciagas de febrero de 1976.

Quizá debido a esta experiencia, de la cual yo fui testigo en parte, prevalece en la actualidad la idea de que ojalá toquemos fondo, tal como ocurrió en 1976. Eso implicaría una crisis de tal magnitud, que pudiera sacudir la zona de confort en la que viven tantos guatemaltecos en la actualidad, quienes ya se han acostumbrado de forma estoica a tantos problemas y deficiencias institucionales de nuestro defectuoso y endeble Estado guatemalteco.

La conciencia de que realmente es posible un cambio, sin embargo, debe seguir animándonos a buscar alternativas y caminos para la articulación y la unidad, realidad elusiva que sigue siendo un objetivo inalcanzable en la realidad. Recodar momentos excepcionales como el terremoto de 1976, sin embargo, debe animarnos a reflexionar que otra Guatemala es posible, si encontramos el coraje y la voluntad para alcanzar la tan ansiada unidad.