UN CUENTO DE DOS AMÉRICAS

Eduardo Mayora Alvarado

Hace unos días se publicaba la noticia de que se estima de que alrededor de cien mil personas han cruzado las selvas del Darién en su marcha hacia Estados Unidos. Provienen, principalmente, de Sudamérica. Por esas fechas se publicó, también, que el flujo de remesas desde los Estados Unidos de América a Guatemala durante el primer trimestre del año ha vuelto a batir récord y el caudal de emigrantes atravesando el territorio mexicano con “el sueño” de llegar a esa nación, símbolo para las izquierdas latinoamericanas de casi todo a lo que se oponen, sigue creciendo.

La cuestión, a veces simplista, de cómo se explican unos contrastes tan grandes entre las “dos Américas” ha ocupado la atención de politólogos, economistas, sociólogos y antropólogos desde hace prácticamente dos siglos. Ya para mediados del Siglo XIX, la brecha entre las dos Américas era notable y, con el paso del tiempo, se ha ido acentuando. 

Está claro que la generalidad de esa observación invita muchos “peros” o salvedades. Desde la afirmación de que dentro de los EEUU también hay regiones más pobres que otras y que en Latinoamérica ha habido países que han llegado a niveles de prosperidad notable, como la Argentina de hace alrededor de un siglo o el Chile de 1990 a 2020 (cuyo PIB a precios constantes se ha multiplicado por cinco). Sin embargo, reconociendo que hay diferencias regionales y también de períodos históricos, la generalización no deja de ser razonable y, de ese modo, la cuestión sigue imponiéndose: ¿Cómo se explica un contraste tan grande?

Creo que, de los múltiples factores que suelen señalarse, ya es hora de descartar los que se basan en que la colonización de cada una de las dos Américas y sus integraciones étnicas fueron diferentes. En el primer caso, es imposible soslayar cómo ciertas regiones que fueron colonizadas por España (como partes de California y de Texas, por ejemplo), hoy día presentan un nivel económico-social mucho más alto del de cualquier otra región al sur del “Río Grande”. Incluso si uno se fija en áreas urbanas en las que la composición étnica es, como se estila decir en los EEUU, mayoritariamente de “hispánicos” (en el sur de la Florida, de California y de Texas, por ejemplo) la brecha respecto de Iberoamérica sigue siendo enorme.

Además, la era colonial está a más de dos siglos de distancia y, si uno echa una mirada a la España de hoy, no solamente es la cuarta economía de la Unión Europea, sino que orgullosamente se rige por los valores y principios cívicos, jurídicos y políticos del Occidente desarrollado. Entonces, aún si aceptara que el peso que Latinoamérica arrastra por su pasado colonial es uno de los factores principales de ese contraste tan impactante, se impondría la pregunta de cómo es que las élites españolas fueron capaces de modificar sus instituciones y prosperar a niveles de primer mundo y sus pares latinoamericanas no lo fueron.     

Tampoco el factor religioso puede explicar el contraste señalado. La evolución en las Américas de cada una de las principales iglesias y denominaciones religiosas ya no permite, me parece, hacer generalizaciones tales como la de una “América protestante” rica y una “América católica” pobre. Por una parte, se estima que alrededor del 24% de los estadounidenses son católicos y, por la otra, en muchos países de Latinoamérica las sectas evangélicas han aumentado enormemente en el último medio siglo (se estima que en Latinoamérica un 19% son evangélicos, si bien en Centroamérica ese porcentaje es aproximadamente el doble y en Argentina, Uruguay y Chile, la mitad).

Así, según mi parecer, los factores principales que explican el enorme contraste existente están del lado jurídico-político y económico.  En cuanto a lo primero, las élites de los Estados Unidos instauraron un régimen basado en el imperio del derecho (the Rule of Law) y de separación horizontal y vertical de los poderes del Estado, con un efectivo sistema de frenos y contrapesos (checks and balances).  Pero, a diferencia de lo ocurrido en Latinoamérica, no lo hicieron solamente “de palabra” en la Constitución, sino que confirieron a sus jueces las facultades e independencia necesarias para decir la última palabra.  En cambio, en Latinoamérica esa última palabra la han tenido los llamados “poderes de facto” que, dependiendo de las épocas históricas, han sido las oligarquías, el ejército, el partido revolucionario, etcétera. La diferencia radica, entonces, en el poder real de los jueces, en sus facultades efectivas de ser los intérpretes finales de las reglas del juego ante las grandes controversias sociales y políticas, desde la discriminación racial hasta el aborto.  Los jueces en Latinoamérica, en general, carecen, en realidad (aunque en el papel sí lo tengan) del poder de decidir. 

En cuanto a lo segundo, las élites de los Estados Unidos instauraron un régimen basado en la propiedad privada (incluyendo de los recursos del subsuelo), la libertad de contratar y en la competencia en mercados abiertos.  Aunque se diga que ha habido eras de alto proteccionismo (como en Latinoamérica también) y que el Gobierno Federal ha subvencionado la agricultura e intervenido en lo relativo a recursos económicos considerados “estratégicos” (como en Latinoamérica también), si se echa una mirada a los índices de libertad económica más importantes, está claro que, en general, la libertad económica es la regla y con mucha mayor estabilidad en los Estados Unidos que en Latinoamérica (reconociendo, aquí también, la posibilidad de señalar excepciones). 

Termino con una reflexión: lo más importante es que las élites latinoamericanas se den cuenta de que el tiempo no ha terminado. Dentro de un siglo, las generaciones venideras podrían recoger los frutos de lo que hoy comenzara a sembrarse.