REGULAR EL CONGRESO DE LA REPUBLICA

Gabriel Orellana

Una luz en el horizonte.  De acuerdo con la nota de Henry Montenegro publicada en el diario Prensa Libre del 19.02.2024, en el Congreso de la República han comenzado a moverse las aguas para reformar la Ley Orgánica del Organismo Legislativo con el propósito de que los diputados «independiente, de si son parte de un bloque, puedan gozar de los mismos derechos que el resto, pues la normativa actual impide que los independientes presidan comisiones de trabajo o puedan postularse para algún cargo en la Junta Directiva.”

La iniciativa me parece de suma importancia por cuanto que incide directamente en el interés de la Nación y, más aún, considero que la actual legislación es inconstitucional porque contradice flagrantemente el principio de representatividad consagrado por el artículo constitucional 140, según el cual, el sistema de Gobierno guatemalteco «es republicano, democrático y representativo».  Riñe también con el principio de igualdad que debe existir entre los diputados de acuerdo con el artículo constitucional 157, ya que el Congreso de la República se compone de «diputados electos directamente por el pueblo en sufragio universal y secreto… para un período de cuatro años…».  Destaco de esta última norma que todos los diputados son «electos directamente por el pueblo en sufragio universal y secreto», sin excepción alguna y que «La soberanía radica en el pueblo quien la delega para su ejercicio en los Organismos Legislativo, Ejecutivo y Judicial…» como dispone el artículo 141 de la Ley Suprema.  Nada justifica entonces la discriminación que actualmente sostiene la Ley Orgánica del Organismo Legislativo, Decreto 63-94 del Congreso de la República y sus múltiples reformas.

Nada justifica establecer privilegio alguno en favor de los partidos políticos ni discriminación alguna en perjuicio de los diputados que se declaren independientes de dichos partidos por cuanto que, según la propia Constitución Política de la República de Guatemala, «Los diputados son representantes del pueblo» y no de partido político alguno.  Más aún, a su favor instituye «como garantía para el ejercicio de sus funciones» la prerrogativa de «Irresponsabilidad por sus opiniones, por su iniciativa y por la manera de tratar los negocios públicos, en el desempeño de su cargo» desde el día que se les declare electos.  Tal es la manera como la Carta Fundamental instituye el llamado mandato parlamentario.   

Con base en la interesante exposición de Javier Orozco Gómez contenida en el Diccionario Universal de Términos Parlamentarios (Francisco Berlin Valenzuela (coordinador), Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, México, 1998, páginas 433-434), cabe apuntar que por “mandato parlamentario” se entiende «la representación política de los legisladores; en el entendido, que están cumpliendo con el mandato de los electores, al representarlos en el parlamento».  Aquí cabe acotar que uno de los temas polémicos que ha suscitado el concepto bajo estudio radica en determinar si «los legisladores son representantes de la nación o representan a una demarcación territorial determinada, en donde los electores son los mandantes y ellos, los mandatarios». (Las cursivas son agregadas).

De acuerdo con el mismo autor: «La idea y noción del mandato parlamentario la encontramos en la alta Edad Media, donde las cuestiones políticas se encontraban vinculadas al elemento patrimonial (feudalismo), de ahí su encuadramiento a los esquemas del derecho privado; por ello, en sus orígenes la representación política se explica en razón de la concepción de la representación del derecho civil, que es la figura del mandato.

De la misma manera que en el derecho privado, donde se recibe por medio de un contrato los poderes de otro para practicar actos o administrar intereses en su nombre, en los Estados Generales de Francia sus integrantes actuaban con base en los cuadernos de instrucción, donde se encontraban los puntos que tenían que abordar en asamblea, además de tener la obligación de rendir cuentas.

Es decir el mandato parlamentario surge, desarrolla y extingue en la Edad Media, cuando se consideró que los integrantes de los estamentos no podían apartarse o modificar el mandato imperativo (…) que los ligaba a los intereses del rey y que tan sólo eran convocados para autorizar subsidios o emitir consejos; en síntesis, los representantes actuaban como portavoces de una colectividad, mas no por un interés nacional.

Con la ordenanza real del 24 de enero de 1789 en Francia, relativa al reglamento de las elecciones, el precepto 45 disponía “los poderes de los diputados debían ser generales, sin subordinación de los representantes a los cahiers”. Otro ejemplo lo tenemos con la ley orgánica en la elección de diputados en Francia (1875) que dice: “Todos los mandatos imperativos son nulos de toda nulidad” y la Constitución alemana de Weimar dispone: “Los diputados son los representantes de toda la nación. Están sometidos a su conciencia sólo y no están vinculados por ninguna clase de instrucciones.”

Con ello, se pasa de un mandato imperativo a una representación política genuina, en la que la nación delega el ejercicio del poder en sus representantes (parlamentarios) y la voluntad expresada por éstos es la voluntad nacional. Así, los parlamentarios actúan libres de toda influencia o instrucción, de ahí la razón de ser, de la inmunidad que gozan que los garantiza hablar libremente y la inviolabilidad en el ejercicio del cargo. Hoy en día, la noción del mandato parlamentario ha sido superada, y si llega a utilizarse es como una mera expresión o sinónimo de la representación política.

Esta polémica entre el mandato imperativo y la representación política, encuentra en el “discurso a los electores de Bristol” de Edmund Burke en 1774, un documento que ilustra la libertad absoluta de los diputados respecto a sus electores. Este célebre personaje inglés, admite que el representante debe tener en cuenta la opinión de los electores, pero no sujetar su juicio maduro a los deseos particulistas (Sic) y criterios menos meditados de aquéllos. A su juicio, el parlamento no era un Congreso de embajadores de intereses diferentes y hostiles, intereses que cada uno de sus Diccionario universal de términos parlamentarios 434 miembros hubiera de sostener, como agente y abogado, contra otros agentes y abogados, sino que, al contrario, el parlamento era una asamblea deliberante de una nación, con un interés: el de la totalidad.»

Ninguna justificación asiste a los partidos políticos para imponerle mandato o instrucción alguna a los diputados ya que, como afirma Javier Orozco Gómez «por la teoría del mandato representativo… los miembros del órgano parlamentario, representan a toda la nación y no existe contrato alguno, que los obligue a cumplir mandato alguno de los electores».