LA LEY CONTRA LA DELINCUENCIA ORGANIZADA NO ES SUPERIOR A LA CONSTITUCIÓN

Gabriel Orellana

El artículo 9 de la Ley Contra la Delincuencia Organizada, Decreto 21-2006 del Congreso de la República, dice en lo pertinente: «Comete el delito de obstrucción de justicia: […] b) Quien de cualquier forma amenace o coaccione a algún miembro del Organismo Judicial, Ministerio Público, Policía Nacional Civil, auxiliares de la administración de la justicia, traductores, intérpretes, peritos, testigos y demás sujetos procésales, su cónyuge o familia que afecte la integridad física, el honor o bienes de éstos, con el fin de influir en su comportamiento u obstaculizar el cumplimiento de sus funciones en la investigación y persecución penal de los delitos comprendidos en la presente Ley.»  Esta norma –valga destacarlo— corresponde a una ley ordinaria, es decir a una norma que por este mismo motivo no puede contradecir a la propia Constitución. De esta norma –ordinaria— se ha valido el Ministerio Público para acusar a varios periodistas que supuestamente montaron una campaña de desprestigio contra jueces y fiscales para colaborar en la defensa de una persona que a la presente fecha está siendo procesada.

Como argucia legal la tesis de la fiscalía no presenta novedad alguna. Recoge otra que, algunas funcionarias y exfuncionarias públicas, con el fin de acallar periodistas, ya han utilizado, cual es la violencia psicológica fundamentada en la Ley contra el Femicidio y otras formas de Violencia contra la Mujer.

Información publicada por el diario Prensa Libre (01.03.2023) permite conocer los argumentos vertidos en apoyo del cargo formulado, saber: (i) que el artículo constitucional 35 (Libertad de emisión del pensamiento) «en ninguna parte les exime (Sic) –a los periodistas— que puedan obstaculizar un proceso penal»; (ii) que es «muy distinto es criticar a un funcionario público en el ejercicio de su cargo que a un funcionario de la administración de justicia»; (iii) que «el espíritu» de la norma contenida en el inciso b) del artículo 9º de la Ley contra la Delincuencia Organizada no es otro que «proteger la investigación» y (iv) que en el artículo 9º (b) protege «el bien jurídico es la administración de justicia».

En punto al primero de los argumentos –que atañe a la interpretación de la norma constitucional— cabe preguntar: ¿En dónde quedaría, entonces, el principio pro libertate? «Toda persona tiene derecho a hacer lo que la ley no prohíbe», dice el artículo 5º constitucional.  A la luz de esta norma resulta inconcebible interpretar de manera tan restrictiva el artículo 35 de la Carta Fundamental cuya parte medular dispone: «No constituyen delito o falta las publicaciones que contengan denuncias, críticas o imputaciones contra funcionarios o empleados públicos por actos efectuados en el ejercicio de sus cargos». Y no estará de más recordar que las prohibiciones deben hallarse legisladas expresamente, lo cual no ocurre en este caso.

También es interesante analizar este otro aspecto: ¿A cuenta de qué es «distinto es criticar a un funcionario público en el ejercicio de su cargo que a un funcionario de la administración de justicia»?  Ninguno de los artículos constitucionales 5, 35 y 154 permiten afirmar el distingo concebido por el Ministerio Público. «Funcionarios públicos» son los jueces y fiscales tanto como los contralores de cuentas, gendarmes, y tantos otros; más aún: para el Código  Penal «funcionario público» es  «quien, por disposición de la ley, por elección popular o legítimo nombramiento ejerce cargo o mando, jurisdicción o representación, de carácter oficial.»

En este caso se pretende justificar una acusación que, desde el punto constitucional, también adolece de otros graves defectos. El más elemental y notorio radica en atribuirle a la Ley Contra la Delincuencia Organizada –una ley ordinaria, de segundo orden— supremacía interpretativa sobre la normativa constitución, olvidando que se trata de la ley suprema.  De igual manera pretende sobreponerse a la Ley de Emisión del Pensamiento, ley de rango de ley constitucional, cuyo artículo 27 reconoce que: «Nadie puede ser perseguido ni molestado por sus opiniones».

Súmanse a los anteriores otros varios defectos, tales como: olvidar las implicaciones que sobre el cargo formulado resultan del principio de supremacía constitucional (artículos 42, 175 y 204 de la Ley Suprema), a saber: «Serán nulas ipso jure las leyes y las disposiciones gubernativas o de cualquier otro orden que disminuyan, restrinjan o tergiversen los derechos que la Constitución garantiza»; «Ninguna ley podrá contrariar las disposiciones de la Constitución»; «Las leyes que violen o tergiversen los mandatos constitucionales son nulas ipso jure»  y «Los tribunales de justicia en toda resolución o sentencia observarán obligadamente el principio de que la Constitución de la República prevalece sobre cualquier ley o tratado.» La conclusión no es otra que más que reafirmar que la Ley Contra la Delincuencia Organizada, no puede disminuir, restringir o tergiversar los derechos que la Constitución garantiza en los artículos 5º y 35, como sucede en este caso.

Falencia adicional del cargo que se endilga también resulta el incumplimiento de realizar el control de convencionalidad (cometido tanto por el juez como por el fiscal); control que, imperativamente, deben efectuar todas las autoridades del país al tenor de los artículos 46 y 149 constitucionales en concordancia con los artículos 1º y 2º de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Todos estos defectos, en mi opinión, enmarcan las actuaciones del  fiscal y del juzgador en el ámbito de la ilegalidad constitucional.   Y con palabras del Maestro Couture valga recordar que «la Constitución vive en tanto se aplica por los jueces; cuando ellos desfallecen, ya no existe más.»