EL DILEMA DE LA OBEDIENCIA O LA LEGITIMIDAD

Eduardo Mayora Alvarado

Un grupo de personas que dirigen un partido político se enfrentan, siempre, ante el dilema de la legitimidad.  Quiero decir por esto que, en general, mientras cada uno de sus candidatos cuenten con mayor representación democrática, también gozan de mayor autonomía respecto del liderazgo del partido y, por consiguiente, no les deben obediencia.  Lealtad, sí, pero eso es otra cosa.

Este fenómeno, realmente, ocurre en casi cualquier organización.  Así, por ejemplo, un administrador de una sociedad anónima nominado por un número significativo de sus accionistas y electo por la mayoría necesaria cuenta con mucho mayor peso específico en el Consejo de Administración que otro administrador que haya sido designado a dedo por el controlador de la sociedad.  El uno, puede o no concurrir con el criterio del grupo controlador de la sociedad; el otro, tiene que votar como le digan o despedirse del Consejo.

Los líderes de un partido político se enfrentan, entonces, al dilema de buscar candidatos que les sean en general sumisos o candidatos que gocen del respaldo de las bases y, por tanto, en lugar de mandárseles una cosa u otra, deban ser persuadidos de apoyar a la dirigencia porque, verdaderamente, gozan de legitimidad.  Es un dilema, siempre, porque la legitimidad da independencia y un candidato que se sabe legitimado por las bases partidarias de su distrito o a nivel nacional nunca está dispuesto a que le dicten qué hacer.

Este dilema pesa menos cuando la institucionalidad democrática de un país es robusta.  En esas circunstancias las reglas están pensadas para que, de verdad, haya acceso a cualquier ciudadano a presentarse a unas elecciones primarias y las autoridades del régimen electoral, el equivalente al Tribunal Supremo Electoral, realizas su función básica de garantizar el acceso de cualquier ciudadano al derecho fundamental de elegir y ser electo. 

En una situación de madurez institucional del régimen democrático, los dirigentes del partido deben tener mucho cuidado de endosar o promover candidatos que no gocen de legitimidad porque su propio caudal de votos dentro del partido puede diluirse.  Esto es natural; si entre dos opciones, a saber: una candidata que goce de las simpatías mayoritarias de las bases del partido y un candidato que goce de las preferencias del liderazgo, pero no de las bases, se favorece la segunda la bofetada, el desprecio, lo reciben las bases.  En una democracia robusta, ese tipo conducta tiene un precio muy alto.

Es muy interesante que, así como la inmensa mayoría de las empresas siguen siendo familiares, los partidos políticos también tienen dueños.  Quizá esta generalización sea injusta, porque es posible que haya algún partido que aspire a funcionar verdaderamente como una institución democrática, no lo sé a ciencia cierta y si así fuera, doy mi enhorabuena.  Me parece que la regla general, empero, no es esa. 

Cuando uno lee las crónicas de la prensa y ve las fotografías y reportajes televisivos de las asambleas generales de los partidos guatemaltecos, por lo general uno percibe que el arroz ya se ha cocido.  Los delegados acuden a la asamblea a proclamar al candidato principal y a los que hayan recibido la unción de la dirigencia partidaria.  Los carteles, los panfletos, las camisetas y las gorras ya se han mandado a confeccionar y llevan el nombre de quien será aclamado sin lugar a dudas ni competidores. 

Actualmente todo eso se mezcla con la cuestión financiera.  La dirigencia partidaria no da su respaldo a candidatos que no sean capaces de poner algo y recaudar mucho.  Las campañas electorales son sumamente costosas y, a pesar del sistema excesivamente complicado regulado en la LEPP, por el cual se supone que todos los partidos han de tener acceso a la propaganda electoral en condiciones de igualdad, la verdad es que el conocido dicho de “poderoso amigo es don dinero” permea casi todos los aspectos de una campaña. 

En el régimen partidario de Guatemala el dilema entre legitimidad y alineación con la dirigencia se resuelve, nueve de cada diez veces, a favor de la alineación y, por eso, los ciudadanos son ajenos a los partidos políticos.  No se afilian, no se interesan por sus debates (que realmente no existen) ni por sus posiciones ideológicas (que brillan por su ausencia).  Los partidos ignoran a los ciudadanos y los ciudadanos a los partidos. 

Pero ¿cómo puedo afirmar tal cosa cuando, el día de la elección, millones de ciudadanos hacen cola para depositar su voto? Esto no constituye, creo yo, ningún tipo de paradoja. Todo se explica porque los ciudadanos acuden a votar, realmente, por personajes y no por partidos.  No son personajes que se hayan ganado al partido, sino que son condueños del partido o respaldados por los condueños del partido y, como carecen de un respaldo democrático intra-partido, carecen, a la vez, de legitimidad democrática. 

Creo que, al paso los partidos políticos van perdiendo representatividad democrática, ideológica y cívica, todo el régimen pierde legitimidad y los riesgos de que un día alguien con suficiente poder, dinero y carisma se alce con el poder, aumentan peligrosamente.