En este confinamiento social y limitaciones de movilidad, muchas mujeres viven refugiadas en su hogar, su única amenaza es el contagio al coronavirus. El hogar resulta ser el mejor refugio; pasan la inclemencia de la pandemia junto con sus hijos y pareja, todos con amor y armonía enfrentando las dificultades que trae aparejado el encierro, con la esperanza puesta en el futuro.
Con esa misma suerte no han corrido todas las guatemaltecas durante estos cuatro meses de calamidad; según registros públicos aproximadamente más de veinte mil mujeres han sido violentadas en su propia casa. Ellas han logrado presentar su denuncia ante el Ministerio Público, logrando romper el silencio, venciendo la parálisis del miedo y el poder ejercido por su pareja abusadora, quienes las han manipulado psicológicamente, insultado, pegado, violado, despojado de sus recursos económicos, pisoteando su estima hasta hacerlas dudar de su dignidad. Con el apoyo de la familia, amigos u organizaciones sociales lograron hacer del conocimiento a la autoridad empezando el difícil camino para obtener justicia y que su agresor sea castigado.
El sistema de justicia previamente a la pandemia ya enfrentaba serias debilidades para atender estas causas. Veinticuatro mil quinientas denuncias se recibieron de marzo a junio en 2019, en esos mismos meses mil doscientas acusaciones se presentaron ante los jueces, creando un embudo de casos. Hoy el atolladero es mayor, debido a la suspensión de labores en el Ministerio Público y los tribunales, la designación de investigadores a vigilar y hacer cumplir el toque de queda, o la atención parcial por turnos. El fenómeno criminal sigue, las denuncias continúan y la mora se eleva.
La situación es más grave para las niñas. La inmadurez de la edad, el desarrollo emocional, psicológico y cognitivo incompleto las hace más vulnerable. Las condiciones que deberían de protegerlas del contagio las expone con mayor frecuencia a otro tipo de riesgos. Las horas de alivio que tenía lejos de su abusador al estar en la escuela, hoy ya no las tienen. Su predador vive a todas horas con ellas, las asecha en todo momento, las vigila y está atento a la primera oportunidad para violentar su frágil cuerpo y después invade su mente para hacerlas sentir culpables. Esa infame culpa que trae vergüenza y esta a su vez el silencio sepulcral, sin enterrar su dolor y angustia. Esos hombres con quienes, por lo general, se encuentran unidas por lazos de sangre, son esos mismos enfermos y desquiciados, quienes en lugar de protegerlas, amarlas, apoyarlas y cuidarlas son los que como animales las despojan de su inocencia, juega con su mente ingenua e inmadura. Pocos casos serán conocidos por la sociedad, y lamentablemente serán aquellos en los que quedarán como prueba de esas conductas repudiables los embarazos gestados durante la calamidad. Forjando el panorama desolador de niñas criando niños.
En estos escenarios la familia, los amigos y vecinos, así como las organizaciones sociales y comunitarias tienen un papel fundamental. Se convierten en actores de cambio a través del consejo informado, el acompañamiento y apoyo para el resguardo de la víctima. Esto no exime a las entidades estatales de cumplir con su obligación de garantizar la vida, la libertad y desarrollo de estas mujeres y niñas. Es imperante modificar la gestión de la justicia según las exigencias del momento, el cual al parecer no cambiará por un buen tiempo. ¡Con mayor razón el cambio ya no debe de esperar más!