REFLEXIONES SOBRE CIERTA PROCLIVIDAD CHAPINA AL AUTORITARISMO

Andy Javalois Cruz

Mi papá solía contarme historias de su juventud durante los años treinta del siglo XX en la ciudad de Guatemala. Solía hablar, con cierta nostalgia, de cómo en aquel entonces primaban la cortesía y el respeto en general entre los habitantes de la urbe. Una de sus anécdotas habituales tenía que ver con el tema de la seguridad. En ese contexto eran reiteradas sus afirmaciones, que después tuve ocasión de escuchar en voces de otras personas contemporáneas de mi padre, de como era de tranquila la vida sin que “aparentemente” existiera delincuencia. Claro está esto tenía un costo significativo para las libertades en general. Cuestión que él mismo reconocía.

Hacia 1979 me inscribió en un colegio a cargo de la arquidiócesis de Guatemala, ubicado exactamente a la par de la catedral metropolitana. En ese momento no lo sabía, pero pasaría allí los siguientes once años de mi vida, toda mi educación primaria, básica y el diversificado. Resultó ser una experiencia que me hizo conocer, en gran medida, las circunstancias de un país sumido en un conflicto armado interno, con atentado terrorista en el parque central y dos golpes de Estado incluidos. Es más, el colegio en cuestión, promovía un sistema de disciplina muy parecido a aquel que uno espera en cuarteles del ejército. Los antiguos tenían la venia institucional, para poder ejercer poder, incluso por la fuerza, sobre los que éramos nuevos.

En más de una oportunidad, algún estudiante de quinto bachillerato, me sacó el aire con un golpe en el estómago, mientras exigía que guardara la posición de firmes, es decir que no debía moverme. Aquella situación no se limitaba, claro está a los estudiantes, también algunos maestros se tomaban ciertas libertades. En una ocasión, en segundo básico, un compañero tuvo una discusión con el profesor de religión y éste terminó arremetiendo en su contra a patadas. Otro nos sujetaba de las patillas, mientras nos pegaba un puntapié en uno de nuestros pies con lo cual nos hacía perder el equilibrio, tirándonos al suelo, mientras se quedaba con cabello entre los dedos. Más de alguno nos arrojó la almohadilla para borrar el pizarrón o se colocaba el anillo de graduación, de tal manera que con el mismo nos pegara sobre la cabeza o utilizaban las baquetas para fustigarnos con ellas en las pantorrillas.

Siempre asumí que de poco o nada serviría quejarse. Algún compañero lo hizo con su papá y recibió, a su vez una tunda en casa y al día siguiente, su progenitor otorgó expresamente su beneplácito y consentimiento, para que se le siguiera corrigiendo como era debido por parte de las autoridades del colegio. Cuando don Gonzalo Menéndez de la Riva ejerció como primer procurador de los derechos humanos, algún valiente se animó a denunciar al colegio y sus autoridades. Me apena ahora reconocer, que, pese a que se inquirió por parte de la oficina del procurador sobre lo que ocurría en el colegio, guardamos un mutismo impresionante y no relatamos nada. Eso sí, la ira de las autoridades no se hizo esperar y fuimos severamente castigados, por traidores y soplones.

Debo reconocer que algunos castigos más extremos habían desaparecido del catálogo colegial. Había historias siniestras de poner hincado al infractor sobre granos de maíz en el patio o de encerrarlos en el sótano y exigir que hicieran ejercicios físicos hasta desfallecer del cansancio o la deshidratación. A esto último le llamaban el cuarto de vapor. Supongo que estas atenciones, contribuyeron en mucho a mi aversión por todo lo militar, por cualquier tipo de abuso y, en general, por el autoritarismo.

No encuentro a la fecha justificación alguna a estos tratos, ni siquiera con el viejo paradigma manifestado por personas contemporáneas de mi papá, de que la educación a palo entra. Los hijos de mis primas, estudiaron en colegios donde a las autoridades, para corregirlos, no les pasaba por la cabeza propinarles vejamen alguno. A la fecha, son personas de bien, dedicadas a su desarrollo personal y al cuidado de sus respectivas familias.

Tal vez las circunstancias vividas, me queda claro como hay personas que, en uso de la libertad de expresión que de momento les garantiza la Constitución Política de la República, se atreven a despotricar en contra de la evidencia más contundente de autoritarismo. Continúan replicando, el paradigma de que es mejor ceder la libertad a cambio de seguridad. Estoy convencido que los hay que admiran sinceramente a personajes como Nicolás Maduro o a Daniel Ortega. Más de alguno, ha expresado su fascinación con déspotas totalitarios como Hitler.

Frente al reclamo de los derechos económicos, sociales y culturales por parte de diversos grupos en Guatemala, se muestran siempre en una escala que parte de la total indiferencia hasta el más completo desprecio y censura, cuando sienten que sus intereses se ven afectados. Claman por una mano dura, por un gobierno con botas de hierro. No tienen ninguna reserva en defender a gobiernos que se caracterizan por violentar la dignidad humana. Esta propensión, no tiene posicionamiento ideológico específico, la he encontrado en personas que se dicen de derecha y en otras que afirman ser de izquierda. Resulta tragicómico, ninguno quiere escuchar del otro, pero entre más parecen estar distanciados, más adoptan posturas semejantes.

Si tan siquiera se quedara esto en mera opinión no habría problema, pero la realidad es que nos hace susceptibles a que cada vez que hay un evento electoral, se caiga fácilmente en la tentación de ceder ante aquellos que ofrecen seguridad y se autoproclaman ajenos al sistema político. En todo caso, no se han tenido miramientos para elegir ciudadanos con un pasado colmado de abusos o incluso delitos, para ejercer la presidencia de la República o una curul en el legislativo. Luego los mismos electores nos preguntamos por qué elegimos a este o a aquel, cada uno peor que el anterior. Eso sí, desde 1986 hasta la fecha, se ha podido atestiguar un proceso paulatino en el que las autoridades optan por conculcar el ordenamiento jurídico vigente, con impunidad, precisamente, como ocurre en cualquier gobierno autoritario.

Podemos entender el autoritarismo desde dos vertientes conceptuales: 1.  Actitud de quien ejerce con exceso su autoridad o abusa de ella. 2.  Régimen o sistema político caracterizado por el exceso o abuso de autoridad (RAE, Diccionario de la Lengua Española). Es mi parecer que hay cierta proclividad hacia el abuso de la autoridad entre algunas personas en nuestro país, a quienes no importan otras consideraciones que su propia mezquindad. Que se regodean con el contraataque de la cleptocracia y su reposicionamiento en las esferas de ejercicio del poder.  Que a pesar que ejercen con libertad sus derechos, abjuran de los mismos cuando son otras personas las que tratan de ostentarlos.

Para fundamentar sus opiniones, cuando estiman necesario hacerlo, acuden, por lo general, a diversas falacias. La más recurrida de éstas lo es la falacia ad hominem. Un argumento ad hominem es un argumento que mantiene una pretensión sobre la confiabilidad de la persona en el ejercicio de cierta función, basada en algunos atributos relacionados con la persona en cuestión (Delham et al 2011:105). La cuestión no se queda allí, también resulta habitual la falacia ad verecundiam o argumento a la autoridad es una falacia que consiste en aludir al prestigio de la persona o grupo, pero sin aportar razones. Otra es la falacia ad populum o Sofisma Populista consiste en afirmar algo que es de la opinión favorable de la gente, en lugar de presentar razones (https://www.retoricas.com/2015/02/ejemplos-de-ad-populum.html).

Recientemente, he oído muchas afirmaciones sustentadas en la falacia ad ignorantiam que consiste en afirmar que algo es verdad solo porque hasta el momento no se ha podido probar que es falso (o viceversa). De esa cuenta, me he enterado de sesudas opiniones a favor de ciertas acciones bélicas por parte de algún gobernante autoritario, sin considerar, ni por atisbo, la conculcación del derecho internacional público y mucho menos el derecho internacional humanitario. También, abona a la inamovilidad de las opiniones, la representación simbólica que se hace de algunos personajes, a quienes se considera el arquetipo de una determinada ideología. En tal sentido, se llega a disculpar cualquier desmán, por más notorio que resulte. Esto ocurre tanto para quienes están al frente del Estado (en alguno de los poderes del Estado), como aquellas autoridades de rango menor, que ejercen función pública en los gobiernos locales, así como en entidades autónomas.

Finalmente, puede también contribuir a esta situación, el desencanto que las personas experimentan con la democracia y sus instituciones. En el marco de la encuesta de Latinobarómetro (2021:26), se ha recibido esta respuesta: “A la gente como uno, nos da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático”. Esta indiferencia es parte sustantiva de la decepción por el bajo nivel, el mal funcionamiento, de la democracia en cada país. A aproximadamente 30 años de la transición a la democracia en América Latina el 13% de la población aún prefiere un gobierno autoritario a uno democrático. Por eso no resulta extraño que algunas personas vean con buenos ojos las actitudes déspotas de no pocas autoridades, a las que, en algunos casos, encima se llega a premiar.