Un auténtico sistema de justicia, no solo está representado por la formalidad de sus instituciones, sino que descansa en el reconocimiento y confianza ciudadana para acudir y someterse a los procesos legales en la búsqueda de la interpretación y aplicación justa de la ley.
En Guatemala el sistema de justicia ha sido duramente cuestionado en los últimos años, tanto por la desviación de los fines fijados en un nuevo sistema penal de persecución democrático, establecido con la reforma penal de 1992. Asimismo, por el uso indebido con fines espurios de persecución y criminalización política dirigidos por el Ministerio Público en los últimos seis años.
El diseño constitucional instituye un sistema de justicia independiente de actores internos y externos, fijando como único fin la consolidación de un régimen de legalidad y en absoluto respeto por los derechos individuales. La Constitución de la República crea la autoridad de jueces de garantías, para que estos sean los guardianes del Texto Constitucional y por supuesto, se constituyan en un límite al abuso del poder punitivo del Estado. Pero cuando las cortes y tribunales de justicia, avalan y convalidan flagrantes violaciones al debido proceso, derecho de defensa y acceso a la justicia, nos encontramos ya en una etapa oscura que nos retrocede cuarenta años atrás.
La crisis actual del sistema de justicia, que parte desde el modelo viciado de postulación, selección y nombramiento de Cortes; así como la instrumentalización del Derecho Penal para fines ilegítimos, tiene responsables directos e indirectos, los cuales son ampliamente identificados y se encuentran agrupados por intereses espurios y hasta criminales.
El proceso penal se integra generalmente por tres actores principales, de los cuales no puede faltar ni uno solo de ellos; caso contrario, este no puede avanzar o desarrollarse. El sindicado, procesado o acusado, cuya denominación depende de la etapa del proceso penal en la que nos encontremos; el Ministerio Publico, ente acusador obligado a demostrar su acusación y velar por la objetividad en la investigación; y por último, el juez o tribunal de lo penal, contralor de las garantías del proceso y derechos del sindicado, procesado o acusado. Sus funciones están claramente definidas, gozan de autonomía y tienen el denominador común que es la búsqueda de la justicia y no de venganza.
En el diligenciamiento de los actos procesales, un principio fundamental del Derecho es el denominado de la carga de la prueba, el cual en el ámbito penal significa que quien acusa o se adhiere a la acusación, debe probar todas las circunstancias de tiempo, modo y lugar de la comisión del hecho, la responsabilidad del acusado y la forma de reparación, restitución o indemnización de los daños o perjuicios ocasionados con la acción delictiva juzgada. Este principio cobra principal relevancia en el ámbito penal, por el cual se le confiere la presunción de inocencia a toda persona, para que quien lo acuse de cometer un delito tenga la obligación de demostrarlo ante el juez. Esta garantía es protección contra denuncia o acusación falsa, contra venganzas o fines políticos, ya que en caso de no existir elementos suficientes, razonables y contundentes de la comisión de un delito o que el acusado lo haya cometido, un juez de manera independiente debe rechazar toda sindicación o acusación, en garantía de que la inocencia se presume y la culpabilidad se demuestra.
¿Qué sucede cuando acciones indebidas, espurias y malintencionadas de quien denuncia, acusa y procesa (Ministerio Público) encuentran la complacencia del juez o tribunal?. Sin duda alguna, nos encontramos en claros ejemplos de desviación de los fines legítimos del proceso penal, porque no solo se habrá desnaturalizado el proceso penal, sino que los responsables estarían atentando contra los derechos y garantías que la Constitución taxativamente les impone el deber de observar y proteger. Es ahí donde nuestro sistema de justicia retrocede a épocas oscuras del pasado.
Sumado a lo anterior, en los últimos años también se han observado una serie de tácticas dilatorias y obstructivas del proceso penal, que constituyen litigio malicioso, porque atentan contra las garantías del debido proceso, derecho de defensa y de acceso a la justicia.
La limitación de la publicidad del proceso y de sus audiencias, sin que existe una causa legal preestablecida y la resolución judicial carente de la debida fundamentación, es sin dudas una de las formas propias de procesos inquisitivos, que el actual Código Procesal Penal no avala, toda vez que la apertura de la justicia en un contexto democrático le confiere al pueblo, titular de la soberanía, el derecho de conocer, observar y enterarse oportunamente de los casos sometidos a la justicia penal. Limitar este derecho, no solo es una violación a los derechos del acusado, sino que también conlleva una violación colectiva del derecho ciudadano a la información pública.
En los últimos años, con mayor frecuencia se ha podido observar que algunos jueces y tribunales, para evitar que se conozca públicamente la acusación, evidencia y argumentos, orden cerrar las puertas de las salas de audiencias o decretan indebidamente la reserva del proceso, limitando a la prensa y medios de comunicación el acceso a las fuentes de información y con ello el derecho de la ciudadanía a informarse sobre lo que sucede en los tribunales de justicia. Es por ello que es válido preguntarse ¿Qué es lo que esconden y a que le temen esos jueces y fiscales?
Actitudes como esas son propias de un litigio malicioso, porque fácilmente permiten concluir que tienen la intención de esconder una débil acusación, porque no tienen evidencias o porque los argumentos son falaces, contradictorios y carentes de pruebas. No necesariamente es para proteger la investigación o indicios, porque donde esto sucede son aquellos procesos espurios y por venganza. Es por ello que la mejor estrategia que encuentran esos jueces y fiscales es la de encerrarse en una sala de audiencias o abusar de la reserva de las actuaciones.
Resulta contradictorio que, habiéndose decretado la reserva de las actuaciones, posteriormente se resuelve el levantamiento parcial de las mismas para un acto procesal determinado y nuevamente se decreta la reserva total. Esta modalidad inexistente en el Código Procesal Penal resulta ser una maniobra perversa que de manera espuria juega con la publicidad del proceso penal oral y público, ya que se inventan medidas y formas procesales que no se encuentran legalmente establecidas, con la finalidad de perjudicar los derechos procesales de los acusados.
Asimismo, cuando jueces y fiscales que se consideran afectados, ordenan investigar a periodistas o reporteros por notas publicadas, nos encontramos en prácticas propias de regímenes dictatoriales, donde la fiscalización y rendición de cuentas se convierten en delitos. Aunado al rechazo que algunos jueces hacen para no otorgar medidas sustitutivas a la prisión preventiva, como el arresto domiciliario, porque consideran que las declaraciones que los acusados han brindado a la prensa evidencian la intención de obstaculizar la averiguación de la verdad o del peligro de fuga, lo que se traduce en una aberración jurídica, porque no tiene nada que ver con los hechos y circunstancias propias del proceso y de las actuaciones judiciales.
La suspensión reiterada de audiencias, es otra forma maliciosa de retardar el avance ordinario del proceso y prolongar excesivamente la prisión preventiva. Excusas falsas de enfermedad de los querellantes, insuficiencia de fiscales, saturación de agendas judiciales y hasta la arbitraria decisión de que por motivos de imposibilidad material del juez no se llevara a cabo la audiencia, son evidentes muestras de litigio malicioso a cargo del Ministerio Público y de los tribunales de justicia, quienes coludidos desnaturalizan el proceso penal acusatorio y se convierten en deliberadas formas de venganza judicial y del uso indebido del poder punitivo del Estado. Estas acciones vulneran derechos procesales, susceptibles de responsabilidad disciplinaria, profesional, penal y civil.
En Guatemala actualmente nos encontramos frente a un Ministerio Publico que ha dejado de observar las garantías del debido proceso, constituyéndose en una herramienta perversa de revisión y venganza en procesos anteriormente judicializados. En ese mismo sentido, el ente acusador del Estado se ha convertido en un actor político a la orden de intereses espurios. Por lo que, si existiera un auténtico Estado de Derecho, los fiscales encontrarían un Poder Judicial independiente y jueces íntegros que servirían de freno al abuso en el ejercicio de la acción penal. Sin embargo, nos encontramos ante la cooptación de las instituciones de justicia para fines perversos y maliciosos, que lejos de ser contralores de las garantías judiciales, se convierten en los principales violadores de las mismas.