LA NUEVA CONSTITUCIÓN CHILENA: ¿UN SALTO AL VACÍO?

Gabriel Orellana

Roberto Gargarella (Buenos Aires, 1964) es un distinguido abogado, jurista, sociólogo, escritor y académico argentino, especialista en derechos humanos, democracia, filosofía política, derecho constitucional e igualdad y desarrollo. También es profesor en la Universidad Torcuato Di Tella y en la Universidad de Buenos Aires y director de la Revista Argentina de Teoría Jurídica. A riesgo de quedarme corto, digo lo anterior, con el afán de destacar su autoridad científica en el ámbito del Derecho Constitucional y su solvencia en el estudio sobre la nueva constitución chilena (en la actualidad pendiente de consulta popular para su aprobación), ya que encuentro en su artículo «El proyecto de dejar atrás la “Constitución de Pinochet”» (La Nación. 16.07.2022) una veta de valiosas e importantes enseñanzas, valederas y aplicables a nuestro país, motivo por el cual lo transcribiré íntegramente.

«Los convencionales constituyentes de Chile completaron la redacción de un nuevo documento constitucional, llamado a cumplir una función histórica.

El proyecto se propone dejar atrás la Constitución elaborada durante los tiempos de Pinochet y, con ella, los “cerrojos” remanentes que formaban parte de su legado.

La “Constitución de Pinochet” fue redactada por una pequeña elite, comandada por el jurista Jaime Guzmán, quien, en 1979, defendió su proyecto como un modo de cerrarles el camino a sus “enemigos” políticos. En sus palabras: “La Constitución debe procurar que, si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque –valga la metáfora– el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para ser extremadamente difícil lo contrario”.

Pues bien, el 4 de septiembre, Chile tendrá la oportunidad de poner fin a ese lamentable capítulo de su historia, optando por una Constitución digna, decente y moderada, en línea con todas las constituciones modernas.

Desde un comienzo, la nueva Constitución propuesta fue objeto de ataques por parte de quienes, sin conocer su redacción final, comenzaron a hablar de ella como implicando “un salto al vacío”. La idea de “salto al vacío” constitucional resulta insólita, por muchas razones: no se conocen casos de países que hayan quebrado o caído al vacío por (ni fundamentalmente por) una nueva Constitución; el texto de la propuesta chilena nace (y esta sería mi principal crítica a esta) demasiado “viejo”; y si algún “caos jurídico” puede preverse, es el que se seguiría de votar por “no” a esta propuesta (¿habría que iniciar, entonces, un nuevo proceso constituyente? ¿Habría que volver a vivir bajo una Constitución con la que casi nadie se siente identificado?).

La idea de “salto al vacío” desconoce a sabiendas la naturaleza de las relaciones entre Constitución y sociedad: si ha habido situaciones de violencia y caos en la Latinoamérica de estos años, eso ha tenido poco que ver con las constituciones vigentes y mucho, en cambio, con los delirios propios de algunos de sus dirigentes –dirigentes que actuaron, habitualmente, en violación de las constituciones de sus países (como el presidente Evo Morales, quien pretendió forzar una tercera reelección que la Constitución impedía; o el presidente Correa, que impulsó proyectos mineros en contra de la constitucional decisión ciudadana de impedirlos)–.

Lo dicho no niega el hecho de que, en el caso de Chile, el procedimiento de redacción constitucional fuera muy imperfecto, en parte como producto del extraordinario (en todo sentido) torbellino cívico que desembocó en el reclamo de una nueva Constitución: la Constituyente fue, en buena medida, hija de una caótica etapa de protestas y disputas sociales (iniciada en octubre del 2019), que desembocó en una elección de convencionales marcada por el repudio hacia la vieja política. La Convención resultó así compuesta por pocos representantes de los partidos tradicionales (lo que dificultó al extremo la formación de consensos), y un amplio archipiélago de activistas, militantes, líderes de movimientos sociales y, cabe admitirlo también, personajes más bien caricaturescos que terminaron por ocupar lugares protagónicos en las diversas comisiones en que quedó dividida la Convención.

A partir de lo dicho, se entiende que muchas personas miraran a la asamblea con desconfianza, fijadas –por decisión propia– en las varias anécdotas –menores, pero aun así ridículas– que decoraron a la Constituyente. Sin embargo, a esta altura, aquellos pruritos, en parte razonables (el miedo de que las anécdotas ridículas resultaran traducidas en un texto final también ridículo), ya no se justifican.

Primero, porque hoy se conocen los detalles más finos acerca de cómo funcionó la Convención (un procedimiento austero, con una mayoría de convencionales que dedicaron largas jornadas sin noches a acordar un texto común), y segundo, porque ya se ha hecho pública la depurada sustancia del proyecto. En efecto, la Comisión de Armonización (comisión que se encargó de pulir, integrar y depurar la redacción constitucional que resultara de las varias comisiones en que se dividió la Convención) redujo en 127 artículos la propuesta inicial (el texto pasó de 499 a 372 artículos), eliminó contradicciones y redundancias, y pulió el lenguaje de la Constitución. Lo que quedó, para bien o para mal, es un texto más moderado que revolucionario, más convencional que innovador. En esas promesas y límites residen las virtudes y los problemas que se advierten en el texto.» (Continuará).