La falta de una burocracia eficiente y eficaz

Luis F. Linares López

En nuestra primera colaboración para Epicentro GT nos referimos al Estado que se necesita para alcanzar un razonable nivel de prosperidad para la población. La historia demuestra, a lo largo del siglo XX, que solamente las naciones donde el Estado tiene un papel activo en la reducción de la pobreza y la desigualdad logran prosperidad, cohesión social y gobernabilidad democrática. Desmiente la frase de Ronald Reagan, convertida en divisa del dogma neoliberal: “El gobierno no es la solución a nuestro problema. Es el problema”. El gobierno se vuelve el problema cuando lo capturan los intereses particulares o las mafias.

Un elemento fundamental del Estado al servicio del desarrollo humano es la burocracia, palabra que tiene en nuestro medio una connotación despectiva. Para muchos el burócrata es improductivo, haragán y descortés. Se olvida su correcto significado: la organización regulada por normas que establecen un orden racional para gestionar los asuntos públicos. Aspecto clave es que sea regulada por normas, que puede darle una rigidez, pero necesario para evitar la arbitrariedad.

Esa burocracia racional, eficiente y eficaz la echamos de menos ahora que el país enfrenta la pandemia, que se presenta cuando el actual gobierno no había cumplido tres meses. Su deficiente funcionamiento y baja ejecución presupuestaria tiene entre sus causas la inexperiencia de los nuevos funcionarios, agravada porque muchos llegan a barrer con los cuadros técnico que encuentran en las instituciones. Esto lleva a que al menos el primer semestre de cada período sea de aprendizaje, pero el COVID-19 llega antes y los pone entre la espada y la pared.    

Si se cumpliera la Ley de Servicio Civil, que busca crear una administración profesional, basada en el ingreso por oposición, otro gallo nos cantaría. Desde hace muchos años se habla de cambiarla. Un argumento socorrido es su antigüedad, porque fue emitida en 1968. No se dice esto del Código Civil, que data de 1964. 

La reforma es un pretexto para no aplicarla. Con todo y sus imperfecciones, es preferible a la forma como se gestiona el empleo público. Un estudio de la OCDE de 2016 asigna a Guatemala un punto de cinco en cuanto a la existencia de mecanismos que eviten la arbitrariedad en la contratación. En un estudio del BID de 2006, Guatemala recibe 18 sobre 100, porque prevalecen criterios clientelistas para incorporarse a la administración pública.

El otro problema es la salida del empleo. La Ley de Servicio Civil garantiza la estabilidad, al señalar que un servidor público solo puede ser despedido con causa justificada. Pero sistemáticamente, en cada cambio de gobierno y en los cambios dentro de los gobiernos, se despide a todo servidor público cuya plaza se quiere otorgar a un allegado, sea por política o por amiguismo.

Ciertamente la Constitución garantiza la indemnización por despido injustificado. Pero desde hace tiempo venimos señalando el remedio para esa plaga: que el funcionario que despide sin justa causa cargue con las consecuencias. Con fundamento en la Ley de Probidad y Responsabilidades de los Funcionarios Públicos se deduzca responsabilidad civil, por abuso de autoridad, a quien perjudique el patrimonio público al provocar que el Estado tenga que indemnizar por motivo de una decisión arbitraria.