EN TORNO AL BICENTENARIO

Eduardo Mayora Alvarado

Hoy más que nunca, cuando lo primordial para el éxito o el fracaso de una sociedad es su capital humano e institucional, la idea de “independencia” adquiere, me parece, otro significados y relieves. Me refiero a que hace dos o tres siglos, por ejemplo, el peso específico de los recursos naturales y de quién los controlaba –si la metrópoli o los gobiernos locales—era relativamente mucho más importante. Empero, hoy en día un país tan inmensamente rico en recursos naturales, como lo es Venezuela, por ejemplo, puede enfrentar una crisis económica sin precedentes en su historia.

La idea de ser “independiente” no significa, tampoco, actuar el gobierno de un país como le plazca. Más que nunca en la historia de la humanidad, el derecho y las organizaciones internacionales establecen condiciones y límites a la actuación de los gobiernos nacionales. Y esto, a su vez, es lógica consecuencia de la interrelación económica que se ha dado en llamar “globalización”. Así, en esta economía global, tanto las super potencias como las economías chicas dependen unas de otras. Es más, las sanciones económicas, como medio de disuasión para los Estados que transgreden el orden internacional, sólo tienen importancia gracias al punto al cual esa interrelación existe.

Creo, entonces, que la idea de ser “independiente” se relaciona, más bien, con ciertas expectativas que puedan o no formarse los ciudadanos de un país sobre cuáles son sus derechos, sus libertades y sus obligaciones. Y, como corolario de eso, a quién compete hacer valer esas expectativas. Un país goza de independencia, en este sentido, si las expectativas de sus ciudadanos sobre cuáles son sus derechos y libertades se derivan de unas normas que dictan sus representantes legítimos que, por otro lado, se hacen valer por sus propios órganos de gobierno y de justicia.

Ahora bien, ¿cualquier tipo de normas? Evidentemente, no. Las normas que han de dictar los representantes legítimos de los ciudadanos, deben ser un reflejo de los ideales de estos últimos. Deben ser un reflejo del tipo de sociedad políticamente organizada en la que anhelan vivir los ciudadanos del Estado. Si no, ¿de qué sirve ser independiente?

Por supuesto, no todos los ciudadanos tienen los mismos anhelos ni las mismas preferencias y, por consiguiente, para empezar, es indispensable encontrar los medios para que se logre el consenso más amplio posible, por lo menos, mayoritario, para plasmar a un primer nivel muy general los principales derechos y libertades. En nuestra historia de doscientos años hemos ensayado diversos procedimientos. El último fue el de una Asamblea Nacional Constituyente electa en 1984 con base en unas reglas que, realmente, no contaban con el respaldo explícito de la ciudadanía sino con un cierto consenso entre los partidos que competirían en el proceso constituyente y el gobierno de facto que asumió la responsabilidad de regresar a una institucionalidad legitimada por el voto mayoritario.

De su peso cae que conseguir la promulgación de unas reglas constitucionales que, verdaderamente, reflejen los anhelos y preferencias de una base amplia –por lo menos mayoritaria—de ciudadanos es sumamente difícil. De ahí que, mientras más detallista sea una constitución política, menos son las probabilidades de que se refleje en sus normas un amplio consenso.

En definitiva, en mi opinión, vivir en un país independiente realmente significa que la inmensa mayoría ciudadana encuentra en las reglas jurídicas del Estado una imagen razonable de sus anhelos, en cuanto a sus derechos y libertades fundamentales, y requiere que sus órganos de gobierno y de justicia confirmen las expectativas ciudadanas, haciendo valer las normas con firmeza y constancia.