EL AGUA, PRECIOSA, ESCASA, INDISPENSABLE

Eduardo Mayora Alvarado

Una de las teorías de la desaparición de la antigua civilización maya en los bosques húmedos del Petén es que ocurrió un desastre ecológico.  El agua, elemento clave de aquel ecosistema, dejó de ser tan abundante como antes.  Otras teorías apuntan a las incesantes guerras entre polis rivales que, de haberse dado ese “cambio climático”, habrían tenido efectos todavía más devastadores. Otras civilizaciones antiguas, como la babilónica y la egipcia, encontraron períodos de auge y caída de la mano del Tigris y el Éufrates y del Nilo, respectivamente. 

Desde entonces, ese elemento vital para todos los seres vivos y para los ecosistemas que habitan, ha pasado de ser relativamente abundante a ser relativamente escaso.  Sobre todo, el agua no contaminada.  Algunos de los factores que han contribuido a ese tránsito de la abundancia a la escasez no podían controlarse por el hombre.  Otros, sí.

En aquellas épocas y lugares en que el recurso apto para el consumo humano ha estado disponible en cantidades suficientes para todos, se le ha considerado un bien público en el sentido económico.  Es decir, un bien que resulta más costoso suministrar a cierto precio, dependiendo de lo que cada persona adquiere, que dejarlo al libre consumo porque, es tan abundante, que lo que mi vecino toma para sí no disminuye lo que yo puedo aprovechar.  Si uno imagina ciudades antiguas situadas a las orillas de ríos o rodeadas de montañas con fuentes naturales de agua de libre acceso, siendo suficiente para todos el vital líquido, ¿para qué incurrir en el coste de desarrollar la tecnología necesaria para cargar a cada persona en proporción a sus consumos?  Con el tiempo, esas ciudades llevaron el agua a fuentes públicas ubicadas principalmente en sus plazas y a pilas y depósitos colectivos para lavar y otros usos.  Algunas de ellas, todavía existen. 

Pero, en la actualidad, la regla general es la escasez y, sobre todo en los países en vías de desarrollo, el agua no solamente se aprovecha irracionalmente, sino que, como recurso, se destruye sistemáticamente. Guatemala, desafortunadamente, no es la excepción.  Según se ha publicado recientemente, el Río de las Vacas es el más contaminado del mundo y el Río Motagua es fuente de contaminación del noroeste del Caribe y de las costas de Omoa, en Honduras.  Prácticamente, no hay un cuerpo de agua de acceso público que no sufra de degradación por su aprovechamiento irracional.  Quizás el bello Lago de Amatitlán sea, para vergüenza de los habitantes de la región metropolitana de la capital de la república, el monumento más grande a la indolencia de los guatemaltecos respecto de un recurso tan valioso.

Y, casi automáticamente, las personas de buena voluntad razonan así: —“una ley debiera prohibir que el agua se desperdicie y se contamine.”  El presidente Bernardo Arévalo ha anunciado recientemente que, en conjunto con el Congreso y otras instituciones, públicas y privadas, promoverá la aprobación de una “Ley de Aguas”.  No dudo de sus buenas intenciones, ni de las muchos de los que así piensan, pero me temo que no comprenden las causas de la situación existente ni cómo enfrentarla con éxito. 

El desperdicio y la contaminación del agua es prohibido y penado legalmente en la actualidad.  Las industrias, las urbanizaciones, las explotaciones agrícolas, mineras o de cualquier índole que contaminan las aguas incurren, siempre, en una infracción legal, sea administrativa o, incluso, penal.  En general, los mayores contaminadores de las aguas del país son los propios gobiernos municipales, que, con pocas excepciones, por acción y por omisión, depositan desechos y aguas servidas de todo tipo en las cuencas del sistema hidrográfico de Guatemala.  Tanto las corporaciones municipales como sus funcionarios incurren en graves responsabilidades legales por estas acciones u omisiones.  Así, si alguien piensa que en Guatemala no hay leyes que prohiben y castigan las conductas que degradan el agua o que regulan su aprovechamiento, está muy equivocado. 

El problema no es de falta de leyes, sino de su falta de aplicación por las autoridades responsables.  No creo que haya razones para esperar que otras autoridades, bajo otras leyes, vayan lograr objetivos diferentes.  Excepto si esas leyes generaran un conjunto de condiciones para adquirir y negociar derechos sobre las aguas. 

Es muy probable que aquí se detenga más de algún lector pensando algo así como: —“he aquí otro más que pretende hacer dinero a costa de la población vendiéndoles a los pobres el agua a precio de oro.”  Soy consciente de esa mentalidad que, en buena medida, es la culpable de varias catástrofes ambientales en Guatemala y otros países.

En una época no muy lejana así se pensaba también de la energía eléctrica.  —“Siendo una fuerza de la naturaleza —se afirmaba— nadie debe poder apropiársela y lucrar distribuyéndola a la población.  Hace falta una ley que cree una entidad estatal que la genere y ponga a disposición de todos a un coste asequible”—.  Y esa ley se promulgó y esa entidad se creó y, el fin de la historia es bien conocido: escasez y racionamiento de energía.  Esa situación insostenible condujo a una solución que, por supuesto —así es la naturaleza humana— no ha satisfecho a todos pero sí a las grandes mayorías que antes iluminaban su modesta residencia con candelas y ahora pueden mirar una televisión, escuchar la radio, enchufar una refrigeradora, etcétera.  Es verdad que se han producido algunas protestas, sobre todo en una región de San Marcos, en donde el activismo extremista ha cometido actos de vandalismo en contra de infraestructuras eléctricas e impedido a quienes voluntariamente quisieran pagar sus consumos eléctricos hacerlo en paz.  Pero, se trata de un fenómeno minoritario y aislado.  La cobertura del servicio eléctrico hoy en día no puede ni compararse a aquellos días de racionamientos y escasez.  Hace apenas unas tres décadas y media.

¿Qué cambió?  Simple y sencillamente, no había un sistema de adquisición y negociación de derechos privados para generar, transportar, vender a grandes consumidores y distribuir a pequeños consumidores la energía eléctrica y, todo eso y unas instituciones (una privada y otra pública) encargadas de hacer valer la ley (el Administrador del Mercado Mayorista y la Comisión Nacional de Energía Eléctrica), nos llevaron del racionamiento del recurso a la posibilidad de exportar energía eléctrica a otros países en cosa de treinta años.

Exactamente eso pudiera ocurrir con el agua.  Y, al igual que pasa con la energía eléctrica, podría haber una “tarifa social”, para los habitantes de escasos recursos.  No hace falta inventar la rueda. 

Como he dicho antes, no dudo de las buenas intenciones del presidente Arévalo ni las otras personas que quieren resolver este grave problema.  Sin embargo, de hacerlo del modo equivocado, pueden generar una crisis social y ecológica de gigantescas proporciones.