DESIGUALDADES CÓMO ENFRENTARLAS

Eduardo Mayora Alvarado

Las desigualdades suelen ser problemáticas. En ciertos contextos suscitan de los sentimientos como la envidia y en otros producen resentimientos y hasta deseos de venganza; la idea de que otro tiene más porque uno ha sufrido una injusticia es muy poderosa. Lo es, sobre todo, cuando, como ocurre hoy en día, la idea de que todos son iguales en todos los aspectos de la condición humana llena los medios de difusión y las redes sociales.

De la mano del cristianismo llegó la noción —fundamental para Civilización Occidental— de que todos los seres humanos gozan de igual dignidad, pero ni las grandes potencias europeas ni las nuevas naciones de las Américas abolieron la esclavitud sino hasta el Siglo XIX. La democracia del mundo moderno, surgido a partir de la Revolución Francesa, no supuso que todos y cada uno de los habitantes mayores de edad del Estado tuvieran derecho a voto sino hasta bien entrado el Siglo XX y quizás no sea una exageración afirmar que no ha sido hasta el Siglo XXI que han dejado de existir discriminaciones legales (esto es, permitidas por la ley) de cualquier tipo en las naciones herederas de esa civilización.

Por consiguiente, la igualdad no ha significado siempre lo mismo y, por cierto, en nuestros días es una de las cuestiones más complejas tanto en el plano político como también en el social.

Aunque las generalizaciones tengan sólo cierto valor relativo, creo que puede afirmarse que del centro a la izquierda del espectro político se propugna por una igualdad material entre los habitantes del Estado mientras que del centro a la derecha no se defiende más que una igualdad ante leyes generales y no discriminatorias.

Así, algunos de los experimentos políticos más radicales del Siglo XX, como el comunismo, por ejemplo, supusieron la implantación de un régimen que, por encima de cualquier otro valor o principio de organización social, privilegiaba la igualdad. Por lo menos, esa era la versión oficial. Las consecuencias fueron enormes, sea en Cuba o en Vietnam, sea en la antigua Yugoslavia o en Corea del Norte. Muchas de las secuelas del comunismo en esos y otros países (incluso en los que lo revisaron y reformaron) se viven todavía.

Por el contrario, el liberalismo de los primeros tiempos propugnó por la libertad como principio nuclear de la organización social. Las desigualdades sociales no fueron consideradas injustas mientras todos gozaran de los mismos derechos bajo leyes generales. Si uno echa una mirada a los países herederos del liberalismo –desde Inglaterra hasta Australia, desde Los Países Bajos hasta Nueva Zelanda– las consecuencias también fueron enormes y se viven todavía.

A lo largo de unos dos siglos, quitando raras excepciones, el mundo occidental y sus satélites han intentado versiones que procuran conjugar igualdad y libertad para ofrecer una realidad, si no poética, por lo menos en buena prosa.

La lección del lado económico ha quedado bastante clara. La nacionalización de sectores productivos y la creación de monopolios estatales, sólo destruyen libertad y riqueza sin generar igualdad, excepto en el sentido de que todos se arruinan por igual. Un recurso excesivo a procesos redistributivos basados en una combinación de salarios mínimos, tributos y deuda pública, ahuyenta los capitales, desmotiva la inversión, genera desequilibrios macroeconómicos importantes y bajo o nulo crecimiento del PIB. Los proteccionismos y privilegios a favor de sectores considerados estratégicos, campeones nacionales o demasiado grandes para quebrar sólo transfieren rentas a sus beneficiarios costeadas por millones de consumidores desorganizados que, poco a poco, se hacen más pobres.

La lección del lado político, empero, también ha quedado clara. Las desigualdades sociales excesivas dan lugar a una inestabilidad crónica y a reivindicaciones incesantes. Las protestas y las manifestaciones antisistema proliferan. La pobreza se convierte en causa o pretexto para que broten maras y otros fenómenos de criminalidad organizada y el tráfico ilegal de todo tipo –incluyendo de migrantes que buscan mejores horizontes—se multiplica como la peste. La demagogia malintencionada, que opone a los de abajo contra los de arriba, adquiere credibilidad y redunda en polarizaciones políticas extremas que precipitan el surgimiento de líderes populistas que conducen a la sociedad y el Estado por despeñaderos inflacionarios y destructivos del aparato productivo.

Creo que el modelo de la Suecia contemporánea quizás sea el que, mejor que ningún otro, ha sido capaz de aprender de las lecciones económicas y políticas de la historia. Es un modelo de amplia libertad económica y mercados competitivos, basados en un sólido estado de derecho en el que, por medio de altos niveles de tributación se financian programas e instituciones que mejoran las oportunidades para los habitantes de menor ingreso y configuran una red de solidaridad que socorre a los que, por sí solos, en el mercado no logran salir adelante.

Es verdad que, en general, las sociedades escandinavas tienen una cultura de solidaridad social que sobresale y hunde sus raíces en varios factores que, seguramente, no pueden reproducirse en otras sociedades con una historia y tradiciones diferentes. Pero eso no significa que no haya elementos que puedan emularse por sociedades como la de Guatemala. Sobre todo, hay mucho lugar para entender mejor cómo aprendieron de las lecciones que del lado económico y del lado político han quedado claras y lograron así una de las mejores síntesis que hoy existen. Quienes ignoran esas lecciones, corren el riesgo de perder mucho más que lo que ingenuamente creen que, a ellos, no les va a ocurrir.