DEMOCRACIA Y EL SISTEMA DE JUSTICIA

Andy Javalois Cruz

Se ha conceptualizado a la democracia (Bobbio et al, 2015: 441) por la convergencia de tres grandes tradiciones de pensamiento político: a) la teoría clásica, trasmitida como teoría aristotélica, de las tres formas de gobierno, según la cual la democracia, como gobierno del pueblo, de todos los ciudadanos o bien de todos aquellos que gozan de los derechos de ciudadanía, se diferencia de la monarquía, como gobierno de uno solo, y de la aristocracia, como gobierno de pocos; b) la teoría medieval, de derivación romana, de la soberanía popular, con base en la cual se contrapone una concepción ascendente a una concepción descendente de la soberanía según que el poder supremo derive del pueblo y sea representativo o derive del príncipe y sea trasmitido por delegación del superior al inferior; c) la teoría moderna, conocida como teoría maquiavélica, nacida con el surgimiento del estado moderno en la forma de las grandes monarquías, según la cual las formas históricas de gobierno son esencialmente dos: la monarquía y la república. Así, en esta división bipartita, la antigua democracia resulta una forma de república (la otra es la aristocracia) donde tiene origen el cambio característico del periodo prerrevolucionario entre ideales democráticos e ideales republicanos, y el gobierno genuinamente popular es llamado, antes que democracia, república.

Ferrajoli (2006) ha indicado que una necesaria redefinición de la democracia, sobre la base de la redefinición de la soberanía popular, permite concluir que las garantías de los derechos fundamentales son garantías de la democracia. Ésta, por tanto, comprende cuatro dimensiones: las primeras dos “formales”, relacionadas con los derechos-poder de autonomía política y civil; las otras dos “sustanciales”, relacionadas con los derechos de libertad y sociales.

Las garantías constitucionales se vinculan con la rigidez de la Constitución y consisten en las obligaciones y las prohibiciones correspondientes a las expectativas positivas o negativas normativamente establecidas. Existen pues, de una parte, “garantías positivas” y “garantías negativas”. De otra parte, cabe distinguir entre “garantías primarias” (la suma de las anteriores) y “garantías secundarias” (de justiciabilidad, las cuales intervienen en caso de violaciones de la expectativa normativa y de sus garantías primarias).

Así, no todas las ideas sobre la democracia la entienden en términos positivos. El politólogo Jay Ulfelder (2012) ha señalado que “La mayoría de los intentos de democracia terminan en un regreso al gobierno autoritario”.  Precisamente, cuando las instituciones públicas no cumplen con su mandato, no resulta extraño que la población se convierta en escéptica respecto de la incipiente democracia. Tal escenario resulta propicio para que los propios electores permitan el tránsito de la democracia a la autocracia o incluso el totalitarismo. Ejemplos de esto se pueden encontrar a lo largo de la historia.

El primer caso lo constituye la Italia de los años veinte del siglo pasado, que encumbró mediante un proceso democrático a Benito Mussolini y al movimiento fascista.  Algo semejante ocurrió en Alemania en los años treinta, donde se permitió la llegada al Bundestag del partido Nacional Socialista Obrero Alemán que logró se nombrara canciller a Adolfo Hitler. Y cuando estas circunstancias parecían haber quedado en el pasado, los casos recientes en América Latina resultan preocupantes.

El desencanto generalizado con la clase política en la región latinoamericana ha logrado crear las condiciones adecuadas para que surjan supuestos líderes (populistas), con propuestas sin mayor o ningún contenido, pero que ofrecen enderezar el camino y, sobre todo, alejarse de las formas habituales de gobernar, bajo la supuesta premisa de no aprovecharse del tesoro público.

El desencanto ocasionado por el fracaso rotundo de los burócratas y de las élites, resulta directamente proporcional con el desencanto general con la propuesta democrática. Se produce así, una percepción entre los electores de que el sistema está ideado para ignorar lo que ellos requieren. La consecuencia lógica de esta percepción es la posibilidad de que se justifiquen medidas extremas apelando a la soberanía de tipo westfaliano[1], que anatemiza el derecho internacional público y sus instituciones, además de criminalizar cualquier postura argumentativa contraria a sus dogmas.

Si a lo dicho se adiciona la captura del sistema de justicia, por diversos grupos, entre los que figura la delincuencia organizada y las élites que históricamente han dirigido los gobiernos del país, se puede comprender cómo solo se promueve la aplicación formal de la normatividad y no la búsqueda de la resolución de los problemas que aquejan a los habitantes de Guatemala, considerados individual o colectivamente.

En este contexto de mera formalidad, incluso se expresan argumentos que se apartan por completo de las doctrinas jurídicas más respetadas, creando ad hoc tesis absurdas, como la de pretender exceptuar a los funcionarios de justicia de que respeten y acaten mandatos constitucionales, como el estatuido en el artículo 35 de la Constitución Política de la República de Guatemala (CPRG), que reconoce y promueve la libertad de emisión del pensamiento, con lo que implícitamente instan a desconocer el principio de legalidad en materia administrativa y el principio de sujeción a la ley, estatuidos en los artículos 152 y 154 de la Constitución. Además, en este mismo contexto, con semejante despropósito jurídico, hacen caso omiso del principio de supremacía constitucional estatuido en el artículo 175 de la Carta Magna Nacional. Así las cosas, se atreven a afirmar públicamente su respeto al orden jurídico vigente, aunque solo sea a nivel formal.

Este aparente respeto formal del marco jurídico vigente se convierte en ambiente ideal para el inescrupuloso abuso del derecho. Surge entonces, como paradigma del sistema de justicia guatemalteco el litigio malicioso. Esta forma de ejercicio profesional del derecho impide el desenvolvimiento apropiado de los distintos procesos conforme lo regulado en la normatividad procesal que les es aplicable. Y se debe tener presente que para que el litigio malicioso se concrete, es necesaria la participación o aquiescencia de los funcionarios del sistema de justicia.

A lo dicho debe agregarse, la instrumentalización del propio sistema de justicia con miras a la merma de las libertades individuales. Poco importan los derechos y garantías reconocidos y regulados en la CPRG. Mucho menos los tratados internacionales que velan por las libertades fundamentales. Es más, de forma hipócrita, se les invoca como fundamento de argumentos a todas luces espurios.

El sistema de justicia es baluarte esencial de la democracia. En el marco de un Estado Constitucional Democrático de Derecho, su función primordial es la de velar por el respeto a las libertades humanas, además de ser garante de la supremacía constitucional, vigilando que se respete el proceso de formación y sanción de la ley y subordinando el ordenamiento jurídico ordinario y su aplicación a la Constitución. Asimismo, debe realizar un apropiado y pertinente control de convencionalidad que permita el cumplimiento de las obligaciones estatales que encuentran asidero en los artículos 44, 46 y 149 de la CPRG.

El poder judicial, en el marco del Estado Constitucional Democrático de Derecho, tiene un papel preponderante en garantizar el buen uso del poder político. Es así como, debe buscar asegurar el respeto de los otros dos poderes estatales, Ejecutivo y Legislativo, a sus respectivos ámbitos de competencia. Garantizar el respeto al principio de supremacía constitucional.

De la misma manera debe constituirse en defensa de las libertades fundamentales de las personas, cuando éstas sufren algún tipo de vejamen derivado del abuso del poder, utilizando para el efecto de forma apropiada, los mecanismos establecidos en la Constitución y en la Ley de Amparo, Exhibición Personal y de Constitucionalidad


[1] Concepto de que todos los Estados nacionales tienen soberanía sobre su territorio, sin papel de agentes externos en las estructuras nacionales.